Los dos policías están repasando viejos casos nunca resueltos.
– Tenga teniente. Esta es la única prueba del caso 512. Esta carta.
– ¿Cual era esa?
– Aquel loco aficionado a la pintura que desapareció hace ya cuatro años y medio.
– Bien, veamos.
No se preocupen. No me busquen. Evidentemente, si están leyendo estas líneas es que me he ido, me he escapado. He conseguido burlar la vigilancia y he desaparecido de estas instalaciones. No es que me hayan tratado mal aquí. Por favor, no culpen a nadie, a ningún funcionario de mi fuga. Además, a estas alturas, en pleno 1998 afortunadamente ya han dejado de utilizar la corriente eléctrica para tratar lo que ustedes llaman locura, así que no hay ninguna razón, digamos de apremio físico para mi evaporación de este psiquiátrico.
Cuando me detuvieron quise tratar de explicar porqué intenté robar el cuadro. Pero no supe hacerlo. Había algo en mi interior, un extraño sentimiento que me empujaba a apoderarme de él. A protegerlo. Una urgencia inexplicable me apuraba. Una voz en mi interior me decía que era cuestión de vida o muerte. No se trataba de robarlo, sino de cuidarlo, de esconderlo, de que nadie fuera a interrumpirlo. No lo entendía. Me temblaban las manos.
El teniente Pascual mira al inspector con cara de interrogación y regresa a la lectura.
Cuando le conté esto a Aiman, mi compañero de celda de la preventiva, un contrabandista y falsificador de obras de arte, no se rió ni me miró de forma extraña. Fue la única persona que me escuchó. En un principio se mantuvo en silencio pero con una atención especial. Como atrapado en la memoria. Apenas fueron tres días que compartimos celda. Fueron suficientes. Me descubrió lo inexplicable. Aiman me dijo que Tiziano, a quien él había estudiado en Casablanca con mucho detenimiento a lo largo de los últimos años no fue un pintor más. Tiziano (del que supongo que ustedes habrán oído hablar por más motivos que por mi anterior intento de robo), se obsesionó con dibujar sus cuadros con un realismo estremecedor. Quería pintar la vida de sus personajes. Darles el aliento del latido. Representarlos vivos, traerlos del lienzo a la realidad, que no envejecieran acartonados en el óleo seco del tiempo y el polvo.
¿Les estoy aburriendo? Les pido paciencia. Enseguida entenderán todo.
El inspector se sirve un vaso se agua del surtidor del despacho.
– Tráigame a mí otro, por favor. No hay duda de que el tipo tenía fantasía, ¿eh?
– Más que fantasía teniente. Siga, verá.
En 1516, ese extraordinario pintor italiano recibió un encargo del Duque de Ferrara. Debía realizar algo atrevido, una decoración valiente, inundada de vida. Niños, muchos niños. Ahí vio Tiziano la oportunidad definitiva. Mientras Aiman iba explicándome todo esto, una luz, al principio diminuta, y cada vez más clara fue encendiéndose en mi cerebro. Tiziano exigió modelos para su trabajo. Si ustedes observan el cuadro verán que necesitó tres mujeres y una gran cantidad de infantes. Tiziano se encerró durante dos años. Su concentración, su obsesión apabullante consiguió dibujar, efectivamente un cuadro que no está inmóvil. El maestro dibujó y borrando lo dibujado volvió a dibujar y mientras los niños crecían y redibujó sobre lo dibujado durante semanas, durante meses, hasta que sin fuerza, agotado hasta la extenuación se detuvo una tarde de octubre de 1518. Pidió audiencia con el Duque y le entregó la obra. Nadie se percató de que esos niños ahí reflejados eran algo más que pinturas. Eran seres vivientes para quienes el tiempo detrás del óleo trascurría de una manera diferente. Ocho años nuestros son un segundo en la vida interior del cuadro. Es decir, viven un minuto de vida las criaturas nacidas de las manos prodigiosas de Tiziano por cada cuatrocientos ochenta años nuestros. Para que lo entiendan, si el cuadro se termino en 1518, en el interior de la Fiesta de Venus ha transcurrido un minuto.
¿Podría ser este un motivo para robar tan diabólico invento? Podría, pero no es mi motivo. El asunto es que si lo logro, si alcanzo a detener el destino fatal que como sombra cadavérica amenaza el pasado de mi país en el caso de que el cuadro sea destruido, si lo consigo, nadie entenderá mi locura. Nadie sabrá que hubo una guerra y cuarenta años de dolor.
Les explico que ahora mismo, este 5 de noviembre en el que estoy escribiendo estas líneas, el cuadro de Tiziano aún está, como siempre, en el museo del Prado. Seguramente, si ustedes están leyendo estas líneas, al menos, la primera parte de mi plan se habrá cumplido, escaparme para ser testigo del cambio más radical que haya vivido jamás la Historia.
Aiman estudió la biografía de un militar español. Un militar de quien quizá, cuando ustedes estén leyendo esto, si todo ha ido bien no hayan oído hablar jamás. Descubrió que unos antecesores suyos vinieron de Italia. Ocho generaciones atrás, el padre de la abuela de uno de los abuelos del militar de quien les hablo era uno de los siete hijos de Alfonso I de Este, natural de Ferrara. El niño fue modelo para el cuadro. ¿Pero quién de todos? En el cuadro, una de las mujeres conserva en lo alto un espejo, que si alguien lo miraba exactamente el 20 de noviembre de 1975 se veía el rostro del descendiente culpable de la muerte de su antecesor. Aiman sabía esto y lo vio. Vio el rostro de quien cuatrocientos dieciocho años después, a partir de un fatídico 18 de julio de 1936 provocará, provocó dolor y silencio; un silencio terrible tras años de gritos desgarradores. La muerte prematura de mi abuelo. El horror de mis padres. La depresión que siempre me ha acompañado. Ese rostro es de Francisco Franco. El niño que está a punto de ser muerto por la flecha de cupido es su ancestro ocho generaciones atrás. Si la flecha lo atraviesa desaparecerán todos sus descendientes, incluyendo el asesino de todo mi país. Así que tengo que ser testigo. Tengo que verlo con mis propios ojos. La flecha está saliendo del arco de cupido. Lo pueden comprobar en las reproducciones más recientes. Tengo que cuidar ese cuadro. Protegerlo de las falanges y las camisas azules. En medio segundo, es decir, dentro de cuatro años matará a ese niño. Y entonces habrá cambiado para siempre la historia.
– Vaya historia -dice el teniente mientras dobla la carta-.
– Hemos buscado en los archivos. El Aimán del que habla es un inmigrante que vende La Farola. Pero no hay ni rastro de ningún Francisco Franco. Todo fue un invento de ese chiflado.