El movimiento

Los dos policías están repasando viejos casos nunca resueltos.

–       Tenga teniente. Esta es la única prueba del caso 512. Esta carta.

–       ¿Cual era esa?

–       Aquel loco aficionado a la pintura que desapareció hace ya cuatro años y medio.

–       Bien, veamos.

No se preocupen. No me busquen. Evidentemente, si están leyendo estas líneas es que me he ido, me he escapado. He conseguido burlar la vigilancia y he desaparecido de estas instalaciones. No es que me hayan tratado mal aquí. Por favor, no culpen a nadie, a ningún funcionario de mi fuga. Además, a estas alturas, en pleno 1998 afortunadamente ya han dejado de utilizar la corriente eléctrica para tratar lo que ustedes llaman locura, así que no hay ninguna razón, digamos de apremio físico para mi evaporación de este psiquiátrico.

Cuando me detuvieron quise tratar de explicar porqué intenté robar el cuadro. Pero no supe hacerlo. Había algo en mi interior, un extraño sentimiento que me empujaba a apoderarme de él. A protegerlo. Una urgencia inexplicable me apuraba. Una voz en mi interior me decía que era cuestión de vida o muerte. No se trataba de robarlo, sino de cuidarlo, de esconderlo, de que nadie fuera a interrumpirlo. No lo entendía. Me temblaban las manos.

El teniente Pascual mira al inspector con cara de interrogación y regresa a la lectura.

Cuando le conté esto a Aiman, mi compañero de celda de la preventiva, un contrabandista y falsificador de obras de arte, no se rió ni me miró de forma extraña. Fue la única persona que me escuchó. En un principio se mantuvo en silencio pero con una atención especial. Como atrapado en la memoria. Apenas fueron tres días que compartimos celda. Fueron suficientes. Me descubrió lo inexplicable. Aiman me dijo que Tiziano, a quien él había estudiado en Casablanca con mucho detenimiento a lo largo de los últimos años no fue un pintor más. Tiziano (del que supongo que ustedes habrán oído hablar por más motivos que por mi anterior intento de robo), se obsesionó con dibujar sus cuadros con un realismo estremecedor. Quería pintar la vida de sus personajes. Darles el aliento del latido. Representarlos vivos, traerlos del lienzo a la realidad, que no envejecieran acartonados en el óleo seco del tiempo y el polvo.

¿Les estoy aburriendo? Les pido paciencia. Enseguida entenderán todo.

            El  inspector se sirve un vaso se agua del surtidor del despacho.

–       Tráigame a mí otro, por favor. No hay duda de que el tipo tenía fantasía, ¿eh?

–       Más que fantasía teniente. Siga, verá.

En 1516, ese extraordinario pintor italiano recibió un encargo del Duque de Ferrara. Debía realizar algo atrevido, una decoración valiente, inundada de vida. Niños, muchos niños. Ahí vio Tiziano la oportunidad definitiva. Mientras Aiman iba explicándome todo esto, una luz, al principio diminuta, y cada vez más clara fue encendiéndose en mi cerebro. Tiziano exigió modelos para su trabajo. Si ustedes observan el cuadro verán que necesitó tres mujeres y una gran cantidad de infantes. Tiziano se encerró durante dos años. Su concentración, su obsesión apabullante consiguió dibujar, efectivamente un cuadro que no está inmóvil. El maestro dibujó y borrando lo dibujado volvió a dibujar y mientras los niños crecían y redibujó sobre lo dibujado durante semanas, durante meses, hasta que sin fuerza, agotado hasta la extenuación se detuvo una tarde de octubre de 1518. Pidió audiencia con el Duque y le entregó la obra. Nadie se percató de que esos niños ahí reflejados eran algo más que pinturas. Eran seres vivientes para quienes el tiempo detrás del óleo trascurría de una manera diferente. Ocho años nuestros son un segundo en la vida interior del cuadro. Es decir, viven un minuto de vida las criaturas nacidas de las manos prodigiosas de Tiziano por cada cuatrocientos ochenta años nuestros. Para que lo entiendan, si el cuadro se termino en 1518, en el interior de la Fiesta de Venus ha transcurrido un minuto.

¿Podría ser este un motivo para robar tan diabólico invento? Podría, pero no es mi motivo. El asunto es que si lo logro, si alcanzo a detener el destino fatal que como sombra cadavérica amenaza el pasado de mi país en el caso de que el cuadro sea destruido, si lo consigo, nadie entenderá mi locura. Nadie sabrá que hubo una guerra y cuarenta años de dolor.

Les explico que ahora mismo, este 5 de noviembre en el que estoy escribiendo estas líneas, el cuadro de Tiziano aún está, como siempre, en el museo del Prado. Seguramente, si ustedes están leyendo estas líneas, al menos, la primera parte de mi plan se habrá cumplido, escaparme para ser testigo del cambio más radical que haya vivido jamás la Historia.

Aiman estudió la biografía de un militar español. Un militar de quien quizá, cuando ustedes estén leyendo esto, si todo ha ido bien no hayan oído hablar jamás. Descubrió que unos antecesores suyos vinieron de Italia. Ocho generaciones atrás, el padre de la abuela de uno de los abuelos del militar de quien les hablo era uno de los siete hijos de Alfonso I de Este, natural de Ferrara. El niño fue modelo para el cuadro. ¿Pero quién de todos? En el cuadro, una de las mujeres conserva en lo alto un espejo, que si alguien lo miraba exactamente el 20 de noviembre de 1975 se veía el rostro del descendiente culpable de la muerte de su antecesor. Aiman sabía esto y lo vio. Vio el rostro de quien cuatrocientos dieciocho años después, a partir de un fatídico 18 de julio de 1936 provocará, provocó dolor y silencio; un silencio terrible tras años de gritos desgarradores. La muerte prematura de mi abuelo. El horror de mis padres. La depresión que siempre me ha acompañado. Ese rostro es de Francisco Franco. El niño que está a punto de ser muerto por la flecha de cupido es su ancestro ocho generaciones atrás. Si la flecha lo atraviesa desaparecerán todos sus descendientes, incluyendo el asesino de todo mi país. Así que tengo que ser testigo. Tengo que verlo con mis propios ojos. La flecha está saliendo del arco de cupido. Lo pueden comprobar en las reproducciones más recientes. Tengo que cuidar ese cuadro. Protegerlo de las falanges y las camisas azules. En medio segundo, es decir, dentro de cuatro años matará a ese niño. Y entonces habrá cambiado para siempre la historia.

–       Vaya historia -dice el teniente mientras dobla la carta-.

–       Hemos buscado en los archivos. El Aimán del que habla es un inmigrante que vende La Farola. Pero no hay ni rastro de ningún Francisco Franco. Todo fue un invento de ese chiflado.

Manifiesto, manifiesta

EL CORTOPLACISMO

Considerando que ningún estamento, persona ni institución puede ser nuestro dueño o situarse por encima de nuestras aspiraciones, y mucho menos del esfuerzo o del sacrificio que histórica y culturalmente han sido valorados como bienes en sí mismos en detrimento de los resultados a corto plazo y de acontecimientos que caprichosamente alteran nuestro devenir.

Observando que entre nosotros y nosotras existen prototipos incontestablemente más avanzados en cuanto al enfrentamiento vital con las tendencias culturales y antropológicas que se han ido interiorizando en los seres que somos enraizados en visiones absolutamente dependientes de planteamientos anclados en los tiempos.

Valorando los esfuerzos que hasta la fecha han hecho otras vanguardias y otras personas en pro de la búsqueda de respuestas inmediatas a los cuestionamientos más vitales y metafísicos; y los descomunales esfuerzos por aglutinar bajo una única cúpula esa energía de entendimiento y causa.

Manifestamos que:

 1-    El tiempo no puede esperar

2-    La inmediatez es una actitud a reivindicar y a rescatar de su imagen denigrada en sectores de avanzada

3-    Estamos abiertos a recibir aportes puntuales de otras pretendidas vanguardias, pero siempre en nuestro beneficio, que en definitiva es el beneficio común de la causa a la que aspiramos

4-    Animamos a aquellos compañeros y compañeras que estén infectados por el virus de la reflexión retardante a que despierten a la realidad del ahora y desarrollen la acción directa con el indudable objetivo de evitar semanas, meses y años de mayor esperas frente a las computadoras.

5-    Rechazamos todo tipo de presión y estamos dispuestos a presionar en esa dirección.

6-    Deploramos la página en blanco con la excusa falsa de facilitar la imaginación de lector.

7-    Destacamos la importancia, pocas veces considerada de las sílabas. Para lecturas más ágiles, defendemos que cada sílaba tenga su propio espacio. Su propia página.

8-    Nos declaramos “cortoplacistas” como forma vital de vida y nos negamos a entrar en disquisiciones que nos hagan perder el tiempo

9-    Mañana es ya ayer

 

Claudia termina de leer. Se queda unos segundos pensando pero un grito la saca de sus reflexiones. Efraín está fuera de sí. Eres una puta vieja amargada siempre te opones a todo por principio. Antes de que la vieja Elena le responda Iñaki se adelanta. Hombre, Efraín, creo que te estás pasando. Deberías mirarte ese genio y esa tozudez, no es buena para el grupo. ¿Para el grupo? Dice Chema, el grupo debería responder a esos prepotentes pelotudistas con una pedorreta organizada. Yo creo que son unos desviacionistas del elemento central. ¿qué es cual? Pregunta irónica Elena. La madre que le parió a Iñaki, grita Efraín fuera de sí, ese es el elemento central. Claudia levanta el brazo, pues a mí ya me gusta lo que dicen los cortoplacistas. Elena la mira y le llama traidora. Todos asienten. Iñaki duda.

El teniente Pascual apura su tercer o cuarto brandi en la cafetería Nebrasca. Pregunta por Sebastián. No señor, le dice uno de los camareros. Aún no ha venido. Y mirando el reloj añade, y hace ya un par de horas que tenía que estar aquí. La odontóloga Beatriz abraza con pasión el sudor de su paciente. En la calle la vida duerme. Debido a disensiones internas y a que no se ponen de acuerdo en el nombre esta noche la vanguardia tampoco escribirá su manifiesto unitario.

La reunión

La reunión comenzó hace más de 48 horas.

 – A ver, que alguien escriba, dice Efraín incorporándose de su silla y apoyando las manos en la mesa a la vez que junta la saliva suficiente para demorar el tiempo preciso antes de tragársela. Sus cincuenta y tres años los envenjece detrás de un mostacho exagerado. Efraín dejó el camión que conducía. Hoy vende diarios en una esquina de la Avenida Principal. El cambio ha mejorado su humor, pero sigue convencido de que está vigilado por algo o por alguien que conspira contra él. Le exasperan las indecisiones y tras cuatro o cinco segundos de silencio decide tomar la palabra.

Ante la amenaza creciente que sobrevuela sobre los mejores valores que distinguen la pequeña grandeza del ser humano…

Espera, espera –dice Iñaki-. No puedes arrancar así. Eso es demasiado… no sé, demasiada floritura para lo que queremos, ¿no? Sobran adjetivos, falta fuerza. Espera, déjame pensar mientras voy a mear.

Iñaki duda. Es su naturaleza. Sus compañeros saben que si de él dependiera el sabor de la pizza nunca cenarían pizza esa noche. Con sus gafitas de chico bueno y esa flacura de eterno adolescente colecciona despistes, pero tiene las mejores calificaciones de la Facultad. Es sin lugar a dudas el teórico necesario en cualquier grupo de acción.

Iñaki se levanta y va al baño. Claudia toma la palabra.

Es verdad, tiene que ser un manifiesto más accesible. Y que no se sienta como camisa de fuerza. Tiene que romper dogmas. Han de ser unos principios centrados en la liberación de la tiranía del tiempo ¿estamos?

Claudia, funcionaria del Ministerio de Exteriores se ha quedado con las dos manos paradas a treinta centímetros de la mesa. Mira uno a uno a todos los miembros del grupo. Es una mujer de mediana edad, recientemente separa y sin hijos. Sus veinticinco kilos de más para el estándar social los lleva, en apariencia, sin ningún conflicto. Hay quien dice que le dan un cierto atractivo de “gordita encantadora”. Hace unos días se dio de baja de sus clases de yoga. Cree que no terminaba de servirle a su causa. A su amiga, la odontóloga Beatriz le dijo que su práctica y su estrategia casaban mal. Aunque ella sospecha que la verdadera razón era la de no coincidir en el gimnasio con su exmarido. Lo de él es el boxeo. Y eso a ella le provocaba alergia. Incluso pudo ser la causa de la separación.

Claudia cruza los brazos y agotada se queda con la mirada perdida en la entrepierna de Chema. Vuelven a sonar el taladro de la vecina y el teléfono. Todos oyen el primero, pero nadie el segundo. Chema se inclina hacia delante para apagar el cigarro contra un plato de cristal que hace las veces de cenicero después de que sólo quedasen restos de unas tristes galletas María.

Vamos a ver, nos estamos desviando del tema central

Chema crea expectación con su frase y lo sabe. Es el rey de los puntos suspensivos. Por eso, mientras remata el cigarro contra el plato, no dice nada más. Todos le miran esperando algo, expectantes. Pero la vieja Elena lo mira de otra manera. No puede evitar fruncir el ceño ante un tipo que le recuerda demasiado al marido de su hija. A ese cabrón. Chema abandona el cadáver aún humeante de su Marlboro. Bosteza mientras se estira la frente con las dos manos.

 – Habla más alto –le dice Efraín-. Con tanto ruido no se te oye casi.

Bien, veamos. Estamos todos de acuerdo en que hay que rechazar las prisas. En que se vive una vez y que es corta la vida. Anteayer a la tarde algunos concluimos que la vida es como una vasija que corre el riesgo de quebrarse si se carga con demasiados huevos ¿recuerdan? Demasiados problemas, mal colocados, sin la calma necesaria…

¡Pero qué mierda estás diciendo!

La frase de la vieja Elena es el estruendo de una bomba. Iñaki regresa del baño con la cremallera de su bragueta a medio subir.

Ya está, ya lo tengo. Y si nos hacemos…

Espera Iñaki –le detiene Chema-, parece que doña Elena se siente inspirada.

No te burles de mí, muchacho. Digo que es una mierda todo ese cuento de la vasija y los huevos. La vida es corta y ya está. No se puede hacer nada contra eso más que acortarla más. Lo que sacaron el otro día los “cortoplacistas” es una idiotez.

Claudia estira el cuello apuntando con su oreja a la vieja Elena

-¿Los “cortoplacistas”? ¿qué han sacado?

– ¿Decías, Iñaki? -interroga Efraín.

Nada, no era buena idea

¡Que qué han sacado los “cortoplacistas”! -insiste Claudia

Chema hurga entre su carpeta de papeles desordenados y saca un fotocopia de periódico.

Toma Claudia, esto es. Lo publicaron en el diario hace una semana.

La mujer agarra la hoja y comienza a leer abstrayéndose de sus compañeros de tendencia. Ellos seguirán discutiendo horas por encima de un teléfono que nadie escucha.

La llamada

Dos días después, Sebastián tiene una nueva cita con su dentista. En la puerta de al lado se mantiene la reunión. Hace calor. Chema observa de reojo a Claudia. Ella, agotada por tantas horas de encierro mantiene la mirada descaradamente perdida en su entrepierna. El ruido del vecino taladro la saca de su fantasía. Abajo, en la calle, un taxi espera a que una comitiva fúnebre termine de pasar y el semáforo se ponga verde. El taxi está a la altura de la cafetería Nebrasca. Alguien pasa corriendo. El cliente del taxi, un caballero de bigote y mala cara mira al tipo de la cabina de teléfono. Se trata del teniente Pascual, miembro de los servicios secretos. El agente llama a su contacto en la reunión del apartamento de enfrente para que salga ya. Está confirmado que en breves minutos se producirá la redada. El teléfono suena. El taladro retumba. El taxista mira a través del espejo retrovisor que su cliente mira al tipo de la cabina. El ojo ahogado de Sebastián sale de su órbita. Los siete centímetros de distancia hasta el pezón derecho de la doctora Beatriz le hace sudar aún más. Claudia desvía la vista. Chema sonríe sin saber que el teléfono suena. El teniente Pascual frunce el ceño…

Siete centímetros

Veinte minutos después de comenzar la reunión, los ruidos de la habitación de al lado dificultan el necesario ambiente de silencio para un debate de tal trascendencia. Incluso nadie escucha el sonido insistente del teléfono. Las reflexiones de Chema en torno al significado de los últimos posicionamientos de la vanguardia en la zona son de pronto boicoteados por la vecina de la puerta B. La odontóloga, doctora Beatriz Sesma atraviesa con su taladro quirúrgico la encía superior de Sebastián, el camarero de la cafetería Nebrasca. De uno de los ojos de Sebastián brota apenas una lágrima que demuestra un sufrimiento apagado, soportado en silencio desde antes de la tortura; desde que su agenda le recordó que hoy era el día de la cita con la dentista. Para esquivar el dolor trata de concentrarse en esos exagerados pechos que tiene a siete centímetros de su lágrima. Al detener por un instante la máquina de tortura ambos escuchan lo que parece el frenazo de un bus. Se miran, pero la esperanza de Sebastián se desvanece cuando la doctora regresa a los sudorosos siete centímetros taladro en marcha. Tras la pared de al lado, los reunidos vuelven a elevar cuidadosamente el volumen de su debate. El teléfono vuelve a sonar. Nadie lo escucha…

El dolor

No estás, pero no todo se reduce a eso, escribe Tobías sujetando su dolor de cabeza con la mano izquierda mientras la diestra viaja a través del folio. No estás y me tengo que inventar historias de gente que escribe, escribe él. Relee lo que acaba de escribir. Gloria no se le va de la cabeza. Decide entonces cambiar de registro. Ella no le acompaña ya en el combate contra la soledad. Así está mejor, piensa, y sigue. Siente el sabor amargo de su ausencia mientras una lágrima lucha por nacer. Ella nunca leerá este llanto. Entonces, bruscamente, Tobías se levanta y se va para esconder su dolor de los ojos de ustedes, amigos lectores.

La lampara maravillosa

Caminaba por su sendero sin más rumbo que el que sus pies le marcaran cuando repentinamente se detuvo. Le pareció que algo había brillado entre la maleza. Estiró  el cuello. Sí, ahí había algo. Se aproximó un par de pasos. El metal alumbraba sus ojos. Lo recogió. Se trataba de una lámpara. De una maravillosa lámpara oriental. Siguiendo algún lejano instinto la frotó…

…la fuerza que comenzó a sentir lo paralizó. Ningún genio salió por ningún sitio. Al revés, una extraña tensión tiró de su cuerpo inmóvil. La boca de la lámpara cada vez más grande lo tragó…

Hoy,  a sus cuarenta y ocho años y dos hijos con los que justo desayuna, la hipoteca que comparte con su señora esposa, el mando a distancia al que esclaviza su horario y sus aspiraciones, el carnet de socio del equipo local,  el miedo que todo lo inunda cuando piensa, la comida del perro que nunca se olvida de comprar y la preocupación que le absorbe el último rasguño de la carrocería del coche; hoy Aladino ya no recuerda que hubo un sendero fuera de ésta lámpara que un día lo tragó.

Eloisa y el piano

Cumplía trece años cuando entró en aquella habitación de la ciudad de Manaos. Era la primera vez que Eloisa salía de su poblado. Llevaba demasiado tiempo sin ver a su madre y por eso decidió ir a buscarla. Alguien le habían dicho que a veces trabajaba en ese hotel. Nadie vio ni reparó en la muchacha. Se asomó sigilosa tras una puerta. La habitación era grande. Debajo del mosquitero había una cama alta y acogedora. La humedad bañaba una bandeja con mangos y papayas. Dos ventanales daban paso a la luz de esa mañana. Las cortinas de seda finísima bailaban suavemente sobre el barniz de un enorme piano negro. Lo acariciaban al ritmo de una brisa tenue. La niña sudaba por el calor, pero también por los nervios. Sus ojos grandísimos miraban sin pestañear. Cerró la puerta tras de sí y dio tres pasos con las manos pegadas a sus piernas que se asomaban debajo de una falda corta y desgastada.

Se acercó tímida. La tapa abierta sobre el piano brillaba con una pulcritud exquisita. Dio un paso más y su rostro apareció reflejado a través del barniz. Eloísa se miró los rizos negros desordenados y la blancura de unos dientes que, con su sonrisa, daban la bienvenida a esa travesura de espacios prohibidos. Rozó suavemente su dedos índice y pulgar con un lateral de ese piano de madera de jacarandá. La caricia se fue prolongando. Era un tacto delicioso, que calmaba. Era como si el piano disfrutara también con ese tacto sutil. Eloísa siguió acariciando el mueble. Caminó rodeándolo. Escuchó su silencio. Olfateó su olor a algo distinto, a algo misterioso. Admiraba la perfección de sus formas, de sus curvas atrayentes, de su negrura, de su brillo. La niña siguió su recorrido ahora a través de esas cortinas que parecían también querer jugar. Hasta que llegó al frente. Se sentó. Los dedos de sus pies apenas llegaban al suelo. De nuevo, por un instante la timidez. Puso sus dos manos sobre la madera que ocultaba los teclados. Con delicadeza comprobó que no estaba cerrada con llave. La abrió despacio. Sin ruido. Un breve pedazo de tela de seda ocultaba la última desnudez del instrumento. Eloísa lo apartó con suavidad. Las yemas de sus dedos estaban hipnotizadas con la exactitud de cada tecla. Con su ordenamiento perfecto, con su blancura, con su tacto. Los dedos de la niña y las teclas de piano rozaban sus áureas. Apenas se tocaban pero el placer estaba ahí. Silencioso. Húmedo. Fue entonces cuando uno de sus dedos apretó. Escandaloso, sonó un Re Bemol.

La  puerta se abrió. Entró la pareja. La tapa del teclado estaba abierta y las cortinas no dejaban de bailar. Qué raro, este piano parece que tiene vida propia, le dijo el hombre a Eloísa. Ese día ella cumplía veintisiete años años.

Por la Patria Grande

Ella, está en pie sobre la cama. El General, la mira ojeroso desde el fondo de la almohada. Una noche más está hermosa a la breve luz azul de esa luna del altiplano. Manuela habla y mira hacia la ventana extendiendo un brazo.

Esto será leyenda. O no será, señor. O será una locura a la que le condujo una decisión. La de esta mujer criolla. Quiteña. Ni siquiera dama. Apenas mujer con todo lo que eso es en estos tiempos de sumisión o rebeldía. De combate sin tregua por esta Patria que nos pertenece entera. ¿Me oye señor? ¡Entera!

Abajo, él, apenas tiene fuerzas para hacer que su amada termine el discurso y comience con los susurros.

Calla mujer. Calla y ven.

Ella inca las rodillas sobre él.

Porque así es mi amor por vos Simón. Amor de amante y amor de patriota. Amor de mujer en celo que se sacia sólo cuando esa espada inhiesta cumple su función.

Extiende el brazo y a través de la sábana agarra con fuerza la única parte “inhiesta” del General. Ella lo mira directamente con sus ojos negros. Profundos.

Manuela, por favor. Despacio.

Porque esas noches de angustia, en las que cabalgáis hacia el combate mientras el miedo a no volver a estar con vos me asfixia en la soledad de mi llanto, sólo se ven compensadas al saber que en la guerra vivís por Una América como yo la sueño. Como la soñaron nuestros ancestros.

Manuela no suelta su presa que tiene inmovilizado y sorprendido a Simón.

Y que en el combate, además de la libertad de los hijos que aún no tenemos os empuja mi devoción de hembra muerta de amor y de deseo…

Manuela con toda la decisión de sus palabras agita lenta, pero fuertemente a “la espada” de su amado.

Manuela,¿queréis sonrojarme? Dejad de discursear y …

Por la dicha, Simón. Por la felicidad de esta Patria inmensa mil veces mancillada por castellanos invasores y crueles, vos, mi señor, Simón amado, disfrutad de vuestra hembra como yo disfruto de vos.

Manuela Sainz aparta la sábana y no puede seguir hablando pues sus labios y su boca entera se ocupan de otros menesteres, cosa que a Simón Bolívar le hace cerrar los ojos y dejarse llevar por el placer soñando con el futuro de una Patria Grande y Libre.

Cumpleaños

Ese sitio no me gusta. Pero tiene muchos colores, y eso sí que está bonito. Cuando vamos ahí mi madre me vigila más. No sé por qué, total aquí no hay coches ni peligros, aunque creo que es para que no toque nada. La semana pasada se cayó una botella de gaseosa y todos me echaron la culpa a mí, pero yo no fui. ¿Qué culpa tengo yo si la botella se tiró sola? Esto está siempre lleno de otras mamás. Algunas llevan en un papel apuntado lo que quieren comprar. Mi mamá no. Ella ya lo sabe de memoria. Es más lista que las demás. Hoy fue derecha a por la verdura. No me gusta la verdura. Quiero que compre yogures de esos naranjas que son bien ricos. Luego vamos a la carnicería. Ahí es donde menos me gusta. Es que el señor ese de la bata blanca es tonto. Siempre me dice “¿Qué tal guapo, quieres un poquito de chorizo?” Siempre lo mismo. Y mi mamá le dice, que “No, déjelo que no es bueno el chorizo para el chico”. Total, que nadie me deja decir a mí si quiero o no quiero el chorizo. Después nos vamos a pasear por los pasillos. Eso ya me gusta más porque se pueden escoger las cosas que uno quiere. Ahí es donde mi mamá me deja ayudar. Ella me dice “agarra esa caja de leche”, o “esa lata”, y ella se pone contenta porque me ve que eso me gusta mucho. Luego con el carro lleno de cosas vamos a la salida y ahí tenemos que hacer cola y luego poner todo encima de una mesa que se mueve, y una señora pasa por una luz roja la comida y todas las cosas y al final mi madre le paga.

Hoy, cuando estábamos en la cola, de pronto me he pegado un susto de morirme. Había un señor hablando por teléfono en la cabina de fuera. Hacía muchos gestos y se movía mucho. Cuando lo estaba mirando fijamente para saber con quién estaba enfadado, de pronto alguien me ha dado un beso en el cuello. Era la tía Lourdes. Yo no la había visto. Ha venido por atrás y ¡¡zasca!! Me he puesto muy nervioso y he empezado a gritar y a llorar. Mi mamá me ha reñido primero a mí, y luego a la tía. “Ya sabes que no le puedes dar sustos” le decía. La tía Lourdes ha puesto cara de disculpa y le ha dicho a mi mamá, “perdona chica, me ha salido sin pensar” y entonces me ha mirado a mí, y sacando un paquete de su bolso y me ha dicho, “tranquilo, cariño y feliz cumpleaños, toma”. Al salir hemos pasado al lado del teléfono y el señor ese me ha mirado sin pestañear. Casi me cago en los pantalones.

Cuando hemos llegado a casa he abierto el regalo. Es una máquina de afeitar. Dicen que con veintitrés años ya soy un hombre y que tengo que aprender a afeitarme yo sólo. Lo que pasa es que el ruido que hace la máquina me da un poco de susto, aunque no tanto como los besos de la tía Lourdes.