Cumplía trece años cuando entró en aquella habitación de la ciudad de Manaos. Era la primera vez que Eloisa salía de su poblado. Llevaba demasiado tiempo sin ver a su madre y por eso decidió ir a buscarla. Alguien le habían dicho que a veces trabajaba en ese hotel. Nadie vio ni reparó en la muchacha. Se asomó sigilosa tras una puerta. La habitación era grande. Debajo del mosquitero había una cama alta y acogedora. La humedad bañaba una bandeja con mangos y papayas. Dos ventanales daban paso a la luz de esa mañana. Las cortinas de seda finísima bailaban suavemente sobre el barniz de un enorme piano negro. Lo acariciaban al ritmo de una brisa tenue. La niña sudaba por el calor, pero también por los nervios. Sus ojos grandísimos miraban sin pestañear. Cerró la puerta tras de sí y dio tres pasos con las manos pegadas a sus piernas que se asomaban debajo de una falda corta y desgastada.

Se acercó tímida. La tapa abierta sobre el piano brillaba con una pulcritud exquisita. Dio un paso más y su rostro apareció reflejado a través del barniz. Eloísa se miró los rizos negros desordenados y la blancura de unos dientes que, con su sonrisa, daban la bienvenida a esa travesura de espacios prohibidos. Rozó suavemente su dedos índice y pulgar con un lateral de ese piano de madera de jacarandá. La caricia se fue prolongando. Era un tacto delicioso, que calmaba. Era como si el piano disfrutara también con ese tacto sutil. Eloísa siguió acariciando el mueble. Caminó rodeándolo. Escuchó su silencio. Olfateó su olor a algo distinto, a algo misterioso. Admiraba la perfección de sus formas, de sus curvas atrayentes, de su negrura, de su brillo. La niña siguió su recorrido ahora a través de esas cortinas que parecían también querer jugar. Hasta que llegó al frente. Se sentó. Los dedos de sus pies apenas llegaban al suelo. De nuevo, por un instante la timidez. Puso sus dos manos sobre la madera que ocultaba los teclados. Con delicadeza comprobó que no estaba cerrada con llave. La abrió despacio. Sin ruido. Un breve pedazo de tela de seda ocultaba la última desnudez del instrumento. Eloísa lo apartó con suavidad. Las yemas de sus dedos estaban hipnotizadas con la exactitud de cada tecla. Con su ordenamiento perfecto, con su blancura, con su tacto. Los dedos de la niña y las teclas de piano rozaban sus áureas. Apenas se tocaban pero el placer estaba ahí. Silencioso. Húmedo. Fue entonces cuando uno de sus dedos apretó. Escandaloso, sonó un Re Bemol.

La  puerta se abrió. Entró la pareja. La tapa del teclado estaba abierta y las cortinas no dejaban de bailar. Qué raro, este piano parece que tiene vida propia, le dijo el hombre a Eloísa. Ese día ella cumplía veintisiete años años.